La Última Mujer por Miguel Borgas


El despertador sonó a las 7:00.
El joven lo apagó sin moverse de la cama. El infernal pitido volvió a sonar cuatro minutos después.
—Ya me levanto —dijo sin mucho ánimo—. ¡Dios santo! Las siete y cuatro. Esta hora es para matar a alguien.
El chico se estiró aún sentado en la cama haciendo que sonasen sus huesos. Se atusó el pelo de la cabeza con la mano, despeinándose más de lo que estaba. Se tocó la cara y el sonido de la barba de varios días indicó que era hora de afeitarse. Siguió recorriendo sus rasgos faciales con la mano, siempre le había gustado su cara, le había conseguido muchas chicas, más de las que jamás se sabría.

Entró en el baño y llenó el lavabo con agua caliente. Con la cara mojada y sin la parte superior del pijama dejando ver un torso bien formado, los abdominales no llegaban a marcarse, pero sí sombreaban; observó su reflejo en el espejo. Cogió la navaja y se quedó mirándola durante un buen rato, le gustaba el brillo que tenía, la forma y el sonido que hacia al chocar contra la piel. Con la mano izquierda se dio espuma en la cara y el cuello. Acercó muy despacio la hoja hacia la parte baja de la yugular, el primer contacto no le daba miedo pero si respeto. Cuando el acero le tocó se estremeció, pero no cerró los ojos, ya que disfrutaba del frio de la hoja. Subió lentamente por el cuello mientras estiraba la piel. El sonido inundó toda la casa. Primero se afeitó el cuello de una manera impoluta, ni una sola herida y con una suavidad digna de un profesional.

Subió la hoja hacia le carrillo derecho, la acercó muy despacio y dejó que la piel notase el filo, subió lentamente disfrutando del sonido, dio varias pasadas hasta que la hoja simplemente resbalaba, paso al otro lado y repitió los mismo movimientos. Ahora solo le quedaba el mentón y la zona de la boca. La barbilla no supuso ningún problema, tan solo hizo una pasada y quedó suave. Con el bigote se tomó su tiempo, le gustaba que esa zona fuera especialmente sedosa, que sus labios estuvieran perfectos, que no rozasen la delicada piel de las mujeres, que resbalase con los labios de las chicas incluso con los de la cara. Acercó el filo ya manchado de espuma y apretó un poco contra la piel, con la fuerza necesaria y deslizó la hoja. Tuvo un pequeño descuido, no fue ni un segundo, algo muy tonto y se cortó, realmente no era muy serio, pero era en el labio. La sangre manchó la hoja y la espuma, parecía nieve rosa y la sangre no llegaba a caer al lavabo, se quedaba en la herida.
—¡NO! ¡JODER! —golpeó el lavabo con el mango de la navaja, intentando ver la gravedad de la herida, no se atrevía a tocarla. Se calmó respirando varias veces. Continúo afeitándose pero sus ojos no perdían de vista el corte y mostraban un enfado latente, algo que estaba dentro y debía salir.
Se mojó la cara con agua fría para limpiarse la espuma, se secó con una toalla y se volvió a mirar en el espejo buscando la herida, realmente no era grande y no se apreciaba, pero él la veía y consideraba que le estropeaba el labio y la cara, lo convertía en un monstruo, en alguien horrible. Clavó su mirada en el reflejo de sus ojos, la rabia estaba aflorando, se le oscurecieron y las cejas bajaron; la apacible cara de alguien recién levantado paso a ser la de alguien que llevaba enfadado mucho tiempo sin motivo. Golpeó el espejo con un golpe repentino y lo hizo añicos, los pequeños cristales le hirieron en la mano, fueron cuatro cortes muy pequeños en los nudillos, ni siquiera sangraban.
—¡OTRA PUTA VEZ! ¡AHORA ME ESTROPEAS EL CUERPO! ¡JODER!
El chico disfruta de esa sensación, de ese calor interno, de la rabia que empieza en el estómago y llega a todas las extremidades. Se lavó la mano derecha y se puso un exagerado vendaje que casi se la cubría por completo, dejando los dedos al descubierto y gran parte de la muñeca. Fue hasta la habitación, quitó la hoja del calendario dejando que se viera un nueve enorme y luego miró por la ventana. Hacía frio, o parecía que hacía frio, ya que había algo de nieve en la calle. La ciudad empezaba a despertar: había gente en la calle, los autobuses estaban llenos y se oía un murmullo que poco a poco crecería hasta convertirse en ruido.
Fue hasta el armario y buscó ropa, algo ligero pero que abrigase. No se complicó en combinar colores ni en ir conjuntado. Algo normal, un pantalón, una camisa y un jersey. Calcetines, botines y un abrigo largo. Antes de salir se miró en el espejo del armario, todo estaba correcto, tenía que peinarse un poco mejor hasta que quedase perfecto. Tiró el peine en la cama recién hecha, cogió su maletín y salió de casa.

Levantó las solapas del abrigo para recorrer los treinta metros que había de su puerta hasta donde tenía aparcado su viejo Escarabajo. Con ese coche había corrido mil aventuras y pasó muy buenos ratos con varias jovencitas, no podía esconder una gran sonrisa cada vez que lo veía. Corrió hasta él con las llaves de la mano. Una vez dentro arrancó y sintonizó la radio, le sorprendió escuchar una canción de Grace Jones, pero no le molestaba. Salió de su vecindario sin rumbo fijo, «no estaría mal tomar un café», pensó en voz alta. Condujo durante casi una hora para llegar a la ciudad y buscó una cafetería que tuviera una camarera guapa, una de pelo moreno preferiblemente. Miraba por los grandes ventanales de las cafeterías, pero todas las camareras eran rubias.

Agarró con fuerza el volante haciendo que el vendaje se le soltó un poco.
Siguió conduciendo hasta que la vio: una camarera preciosa de pelo negro y largo, de cara fina y pálida de piel, alta y esbelta, el uniforme se ajustaba a la perfección sobre su figura envidiable y con unas proporciones exquisitas.
Aparcó lo más rápido que pudo, el deseo de verla le ardía muy dentro. Entró corriendo en la cafetería dando un empujón muy fuerte a la puerta y haciendo que toda la gente de dentro le mirase, caminó despacio sin perder de vista a la camarera que ahora se encontraba detrás de la barra haciendo más café y se sentó en uno de los bancos cercanos al ventanal, aunque no tenía ningún interés en mirar fuera ya que dentro estaba todo lo que necesitaba ver. Esperó tranquilo hasta que la camarera se le acercase a ofrecerle café y, mientras tanto, se imaginaba las mil frases que podría decirle para romper el hielo, para hacerla reír y verla tumbada en su coche o en una cama o un bosque. Tumbada, con su negro pelo abrazando su cuerpo, ella inmóvil mirándole con los ojos abiertos y él recorriendo cada centímetro de su cuerpo con la mano. El joven esbozó una sonrisa tontorrona en su cara.
—¿Kim, has visto al tipo que acaba de entrar? —dijo Rose, la compañera de la camarera de pelo moreno—. No ha dejado de mirarte y ahora lo está haciendo con cara de salido, por Dios que asco.
Kim, la camarera de pelo moreno, se giró disimuladamente para ver al individuo que le decía su amiga.
—Pues es guapo. —Fue todo lo que dijo Kim.
Rose la miró extrañada, como si no estuviera segura de lo que acababa de oír. Kim salió de la barra con una jarra de café en la mano derecha y una taza en la izquierda, se dirigió directa hacia el chico que le había dicho Rose y dejó la taza en la mesa mientras el joven no apartaba la vista de ella.
—¿Café?
—Sí, gracias —dijo el chico con un tono de voz seguro.
—¿Quieres azúcar?
—Habiéndolo traído tú ya lo hace suficientemente dulce —respondió él fijando su atención en los ojos marrones de Kim.
La muchacha sonrió levemente y se apartó el pelo de su oreja izquierda con la mano que tenía libre.
—¿Cómo te llamas?
—Soy Theodore, pero mis amigos me llaman Ted.
—Entonces te llamare Theodore.
—¿Qué tengo que hacer para que me llames Ted?
—Dejarme una buena propina. —Kim se marchó moviendo sus caderas con mucha más gracia de lo habitual y sin mirar hacia atrás.
Ted se quedó embobado mirando cómo se alejaba casi hipnotizado por el bamboleo de la parte baja de la chica. Sonrió y tomó un poco de café, estaba caliente y amargo, pero no sabía cómo pedir azúcar y no quedar mal, así que lo tomó con mucha calma, no tenía prisa ya que hoy no tenía programada ninguna aventura. Miró al exterior y vio un colegio, la ventana daba directa al patio ahora vacío, pero que no tardaría en llenarse cuando llegara la hora del recreo. Intentó mirar por las alejadas ventanas para ver qué materias aprendían ahora los niños, pero le fue imposible distinguir las pizarras. Dio otro sorbo al café y disimuló todo lo que pudo la cara de amargura. Tan solo esperaba acabar con él antes de que se enfriase. Odiaba el café frio y no le gustaría enfadarse delante de Kim.


Pasaron las horas y Ted seguía con una taza de café helado y mirando por la ventana. Los niños jugaban tranquilamente bajo la mirada de los profesores que les vigilaban. Algo llamó la atención de Ted, una niña, no tendría más de quince años, puede que doce. Estaba con unas amigas sentadas en círculo riendo y jugando. Lo que llamó la atención de Ted fue el pelo de la pequeña: negro, largo y liso. No es que fuera especialmente guapa, nadie en su sano juicio vería a una niña pequeña como «guapa». Cada vez que la niña movía la cabeza el pelo trazaba un recorrido que dejaba atontado a Ted; él creía ver el movimiento de cada mechón por separado, cómo se descolocaban y se volvían a colocar juntos en otro sitio, parecía un abanico de un solo color que se moviese en círculos. Una imagen brutal golpeo la mente de Ted, cerró los ojos y miró hacia la barra buscando a Kim, cuando la encontró le sonrió y se la imagino desnuda y tumbada en el suelo de la cafetería, inmóvil, inerte, quieta. En esa ensoñación todo empezó a cambiar, los pechos de Kim se redujeron drásticamente, el cuerpo se hizo pequeño, la cara se suavizó y sonrojó pero el pelo seguía siendo negro, liso y largo. Ted ahogó un grito y se golpeó con la mano vendada en la frente.
—No puede ser, no puede ser, solo es una niña… —dijo en voz muy baja.
—¿Quién es solo una niña? —preguntó Kim, que se había acercado hasta Ted para ofrecerle más café. Ted miró hacia arriba asustado, preguntadose si Kim sabría los pensamientos que acabada de tener, seguro que sí y por eso se había acercado, a reírse de él o a insultarlo.
—Mi hija…mi hija es solo una niña y estaba pensando cómo castigarla por algo que ha hecho.
—Sería un castigo muy fuerte por la cara que has puesto.
—No… no era tan fuerte… es solo que no se me da bien castigar a las muje… a las niñas. Es como una debilidad que tengo.
—Yo no lo veo una debilidad, solo preocupación paterna y puede llegar a ser algo sexy.
Ted sonrió, pero tendría que jugar ahora muy bien sus cartas e intentar inventarse otra mentira sobre un divorcio o algo parecido.
—¿Cuál es tu hija? —dijo Kim mientras miraba por la ventana hacia le patio.
—La morena, la del pelo tan bonito.
«¡Mierda me he delatado!», pensó Ted al acabar la frase que dijo en voz alta.
—Es muy guapa y tiene un pelo precioso. Será una joven hermosa.
—Es cierto… —dijo Ted mientras le asaltaban otra vez imágenes a la cabeza, pero esta vez las disfrutó, incluso quería que fuesen reales. Miró a Kim de arriba abajo, viendo a través de su ropa, «como esta hay miles, pero esa niña…», pensó con una sonrisa. Incluso humedeció sus dientes con la lengua.
—Si quieres luego te la presento —dijo Ted orgulloso de su «hija».
—Me encantaría —dicho esto Kim echó café en la taza de Ted y se fue a la barra otra vez.

Ted volvió a disfrutar de las vistas del ventanal, ahora la sonrisa se torció un poco dejando ver los colmillos. Deseaba a esa niña, sería algo nuevo y podría hacerlo, tenía que hacerlo. Solo hay que ingeniar un plan, con la niña no podría usar ni el brazo escayolado ni los libros, qué se puede hacer para qué una niña de doce años confíe en ti y se monte en tu coche. Dio otro sorbo al café, ahora disfrutó del sabor amargo y caliente, lo dejó cuanto pudo en la boca moviéndolo y jugando con él. Al tragarlo notó el calor que bajaba por su garganta y moría en el estómago dejando una agradable sensación de victoria, ya sabía cómo convencer a la cría, seguro que funcionaba. «Tan solo es una niña, seguro que es tan crédula como las niñas mayores». Ted ya no sabía el rato que llevaba sentado en aquella cafetería, ahora tan solo miraba por la ventana esperando volver a ver a aquella niña. Se levantó y se dirigió hacia la barra intentando no mirar mucho a Kim, no quería que esa mujer manchara o distorsionase la imagen que tenía grabada de la niña, y le preguntó de manera muy fría cuánto dinero debía. Kim no perdió la sonrisa pero no entendía ese cambio repentino en el comportamiento de Ted, la conversación fue muy extraña, Kim buscaba siempre los ojos de Ted, pero este tenía la cabeza baja y miraba al suelo como si estuviera avergonzado de algo, incluso Kim se planteó el tocarle la cara para levantarle la mirada y ver que le pasaba. Ted la rehuía y le pagó rápidamente, dejando una propina más que suficiente, pero quería salir de allí, notaba que alguien le llamaba algo con una voz infantil y aguda, como si quisiese que se marchase de allí. Cuando salió de la cafetería Kim se quedó allí de pie, observando como Ted salía sin mirar atrás y casi chocándose con la puerta. Miró a Rose y se encogió de hombros.
—Por lo menos ha dejado buena propina el gilipollas.

En la calle hacía frio pero a Ted no le disgustaba pasear dando vueltas al colegio. Era una institución enorme, desde la ventana no parecía tan grande, debería haber unos cuatrocientos niños, con un poco de suerte habría más de doscientas niñas y entre todas ellas solo le interesaba una. Esa jovencita de pelo negro, largo y precioso, solo de volver a imaginársela se ponía nervioso. Esta situación nueva le exaltaba, pero a la vez estaba deseando que pasara, algo tan nuevo sería o debería ser un reto para él. Mientras hacía tiempo paseando vigilaba las calles, que no parecían muy transitadas. Pasaban coches pero con la suficiente velocidad como para darse cuenta de quién era ese joven que daba vueltas a un colegio. Los transeúntes igual, eran masa borrega que caminaban con miedo sin mirar a nadie a la cara.
El mediodía entró paulatinamente en la cara de Ted, iluminándola mientras caminaba con una sonrisa. El sonido de un timbre le despertó de su particular ensoñación, se dirigió a la puerta del colegio a esperar y corrió un poco, ya que estaba lejos de la puerta principal. Cuando llegó se llevó un mazazo, en la entrada había una cantidad de gente que no era normal: padres y madres más otra suma de coches parados justo en la puerta que le hizo replantearse su plan. Lo más seguro es que alguien conociera a los padres de la niña, que alguien viniera a buscarla en su nombre o, lo peor de todo, que estuvieran sus padres allí. Pero Ted tenía que intentarlo, estaba allí y no había marcha atrás posible. Se acercó con normalidad hacia la puerta buscando entre la marabunta de cabecitas que salían corriendo, la que le interesaba a él. Con solo verle el cabello la conocería. Y el angelito de pelo negro apareció, estaba sola y mirando en todas direcciones, eso quería decir que no veía a sus padres o a nadie conocido; muy buena señal. Ted se abrió paso empujando al resto de los niños y llegó hasta ella.
—¡Hola! Me mandan tus papas a buscarte, seguro que no me recuerdas soy tu tío Ted.
—¿Me dices a mí? —la voz de la niña sonaba a desconfianza.
—Claro que sí, seguro que si lo intentas me recuerdas, aunque eras muy pequeña cuando venias a mi casa a jugar. — La mentira de Ted sonaba a verdad cuando salió de su boca, la confianza con la que la dijo fue casi suficiente para engañar a la niña.
—¿Eres el qué tenía el perrito grande?
—¡Si! ¿Ves como si te acuerdas de mí? Pues hoy no pueden venir tus padres y me han llamado para que te lleve a mi casa. A la hora de cenar te irán a buscar.
—Pero tú vives lejos.
—Esa era mi casa vieja, ahora tengo una casa aquí en la ciudad.
—Vale, ¿pero me darás la mano para cruzar la carretera?
Ted aquí no dijo nada, tan solo extendió su brazo derecho y esbozó una sonrisa preciosa, la pequeña niña le agarró la mano sin perder de vista el vendaje y los dos caminaron tranquilamente por las calles nevadas, alejándose del colegio y de todas las personas que conocían a la niña. Ted estaba feliz, en unos pocos metros estarían al lado del coche y esa niña seria suya para siempre.
—Qué coche más pequeño —la aguda voz de la niña sacó a Ted de sus pensamientos. Durante todo el camino no había dicho nada, tan solo iban de la mano en silencio, mirándola de reojo.
—Es un Volkswagen.
—El de mi papa es más grande, mucho más grande.
—Eso es porque será una camioneta.
Mientras acababa de decir esa frase Ted abrió la puerta del copiloto para que subiera. Al principio la niña dudó, ver a Ted al lado del coche con la puerta abierta y una sonrisa extraña en la agradable cara de su «tío» era una imagen extraña. Incluso parecía que estaba sudando y eso que en la calle hacia mucho frio. Su «tío» no decía nada, tan solo movía la mano incitándola a que entrara en aquel coche pequeño y maloliente, que por dentro era incluso más feo que por fuera. Hasta tenía herramientas tiradas en los asientos de atrás.
La niña avanzó despacio y con cuidado hacia la puerta, dando diminutos pasitos. Ted miraba a todas partes, nervioso, buscando posibles testigos. Al verse solo en la calle, y cuando la niña estaba cerca de la puerta, la agarró por el pelo y con un gesto muy violento la tiró dentro del coche y cerró de un portazo.
—¡Entra ya, joder!
Fue corriendo hasta la puerta del piloto, ya que la niña intentaba escapar, abrió y, cuando ella intentó salir, le dio una patada en la cara, rompiéndole la nariz y haciendo que cayera desmayada con medio cuerpo en su asiento y otro medio en el del copiloto. La colocó como si estuviera dormida, le puso el cinturón y arrancó. Conducía sin rumbo, tan solo quería salir de la ciudad.
La música llenaba el silencio del coche y envolvía los dos cuerpos. El del nervioso y excitado Ted, que no paraba de mirar a su derecha mientras se acariciaba su miembro, y el de una niña con la nariz rota y la cara llena de sangre, inconsciente y ajena al mal que la acompañaba.
Mientras conducía por carreteras comarcales casi sin asfaltar, Ted cada vez era más feliz. Una hora y no se había encontrado con nadie.
Un agudo grito le asustó e hizo que diera varios volantazos con los que casi se salió de la carretera. La niña se había despertado y lloraba, gritaba y pedía auxilio, todo de una manera muy alta y aguda. Las lágrimas rojas manchaban el coche.
—¡CALLATE!
Ted apretaba el volante con todas sus fuerzas, incluso llegando a mover la funda de cuero del volante, apretaba los dientes mientras su cuello se hinchaba y su cara se ponía roja. Como un resorte, su brazo derecho salió disparado hacia la cabeza de la cría y le propino casi diez codazos en la cara y el cráneo, la pequeña cabeza de la niña se movía al compás de cada golpe hacia delante y hacia atrás, la sangre salpicaba la luna, la guantera y casi toda la parte delantera del coche. El pequeño cuerpecito temblaba sujeto por el cinturón de seguridad y se convulsionaba con cada golpe. De la boca salió disparado algún diente y los labios se abrieron y cortaron, haciendo que la cara de inocencia infantil desapareciera. El ojo izquierdo sufrió casi todo el daño, estallando por dentro. Las cejas se partieron y el tabique nasal volvió a crujir, si la música hubiera estado muy baja, la sinfonía que se hubiera escuchado sería la de los huesos al romperse y el espantoso sonido de los golpes mezclado con algún pequeño chillido. El rostro de la niña perdió su bonito color blanco para convertirse en una monstruosidad roja con tintes acuosos y salados. Mientras todo esto ocurría, Ted gritaba pidiendo silencio como un loco, pero aun así seguía excitado.

El cuerpo de la niña estaba sentado e inerte con la cabeza caída hacia abajo, pero por suerte para Ted, y desgracia para ella, seguía viva.

Ted conducía rápido e intentaba calmarse con la música, pero el cabreo le estaba consumiendo por dentro. Volvió a mirar a la pequeña otra vez y se quedó con ganas de golpearla. Por culpa de la paliza ahora tendría que perder tiempo limpiándola y, por mucho que se esmerase, su cara deformada ya no le atraía tanto como antes. Cuando se tranquilizó comenzó a hablar en voz baja, sin decir nada en particular, tan solo murmuraba. Con la mano derecha comenzó a limpiar la cara de la cría manchando de sangre la venda y esparciéndosela por la cara.
—¿Ves? Así estas más guapa. No deberías enfadarme, vamos a pasárnoslo muy bien, pero será todavía mejor si no nos enfadamos.
Con el dedo índice pintó de sangre los destrozados labios de la cría.
—Ahora sí que pareces una niña mayor, guapísima. Tu piel es preciosa, blanca y suave…
Ted notó su excitación en el pantalón, agarró el volante más fuerte con la mano izquierda y con la derecha se bajó la cremallera y sacó su miembro. Desenganchó el cinturón de seguridad de la niña, le abrió la boca y, cogiéndola del pelo, le bajó la cabeza hasta su entrepierna. Ted movía la cabeza de la niña mientras disfrutaba e intentaba no salirse de la carretera.
—Lo haces muy bien, pero que muy bien. Mueve un poco más la lengua… eso es… así… así… sigue… sigueeeeee.
Ted empezó a mover la cabeza de la niña de forma más violenta según iba llegando al orgasmo. Cuando eyaculó lo hizo en la boca. Dio un gran grito de satisfacción mientras apretaba la cabeza de la niña más fuerte contra su miembro erecto y dejaba que saliera todo el esperma dentro del paladar de ella. Retiró la cabeza y vio su pene completamente manchado de sangre y con algún rastro blanco bajando por el tronco. Colocó a la niña en el asiento del copiloto, le puso el cinturón y volvió a guardarse su masculinidad ya satisfecha en el pantalón. Se dibujó una gran sonrisa en su boca mientras miraba a la niña.
—Eres muy buena para ser tan pequeña. No sabía que las de tu edad eran tan guarras y putas. No te preocupes, eso no es nada malo, todo lo contrario. Seguro que tus amigas también lo han hecho.
La niña no decía nada, tan solo se le movía la cabeza al compás de los baches de la carretera. De su boca empezó a salir sangre mezclada con esperma por las comisuras de los labios, resbalando muy despacio y dejando un pequeño surco según se iba secando. Ted miraba maravillado ese espectáculo, nunca había visto algo así y eso le excitaba.
—No te preocupes, ya queda poco para que lleguemos y podamos seguir divirtiéndonos.
El bosque era espeso y los árboles altos. Las luces y las sombras le daban un aspecto sombrío y aterrador. Aparcó el coche en la cuneta, intentando esconderlo lo más que pudo, bajó del vehículo y fue a por la niña, que seguía inconsciente. Al abrir la puerta del copiloto lo primero que hizo fue darle un beso en la parte alta de la cabeza y disfrutar del olor del pelo. Le desabrochó el cinturón y evitó que el cuerpo cayese hacia delante. Abrazó el cuerpecito por debajo del pecho, la sacó del coche y cerró la puerta con el pie. 

Comenzó a arrastrar el cuerpo por la nieve hacia el interior del bosque, mientras sus pisadas eran tapadas por los surcos sangrientos que dejaban los talones de la niña. 

Ted se desenvolvía bien en la oscuridad y caminaba sin tropezarse ni arañarse con ninguna rama baja. Llegó a un claro iluminado por la luna, se puso en el centro y gritó como un lobo que ha conseguido la mejor presa de toda su vida. Su aullido fue respondido por el aleteo de algún cuervo y el escape de pequeños animalitos nocturnos que estaban cerca. Ted se sentía bien, tenía todo el tiempo del mundo para disfrutar de un cuerpo en proceso de maduración. La idea le volvía loco de alegría y la niña era buena compañía, se comportaba como a él le gustaba: quieta, silenciosa y manejable. Estaba el problema de la cara casi irreconocible, tuerta y llena de heridas que no dejaban de sangrar. Se quitó toda la ropa y se quedó desnudo delante del cuerpo, cogió la venda, rompió un trozo y le limpió la cara usando su saliva como si fuera agua.
—Eso es, bien limpita. Levanta un poco la cabeza, cariño. No me gusta cómo está ese ojo tuyo, deberías ir al médico y los labios también tienen mala pinta. Pero se curarán solos.
Cuando limpió la cara casi completamente cortó otro trozo de la venda con la navaja de afeitar que tenía en el abrigo. La colocó en la cabeza de la pequeña a forma de parche, rodeándole el ojo izquierdo y la cabeza de forma diagonal. Cuando acabó, Ted se alejó unos pasos para ver cómo estaba el cuerpo de la niña y reparó en la ropa que llevaba. Zapatos negros con calcetines largos que al principio del día habían sido blancos, pero ahora tenían demasiados colores mezclados: sangre, orina, nieve y barro, por nombrar los predominantes. Llevaba una falda un poco corta para la época del año que era, casi no llegaba hasta las rodillas, era de color verde oscuro y tenía las mismas manchas que los calcetines. La parte de arriba estaba tapada por un abrigo largo color verde oscuro y con un escudo cerca del corazón, casi irreconocible por la cantidad de sangre seca que tenía encima. Las manos estaban tapadas por unos guantes negros, que parecían demasiados buenos para una niña, puede que fueran de su madre. La cara de la joven parecía un cuadro de Picasso, entre la sangre, las heridas, los moratones, las deformaciones debido a las inflamaciones de los golpes y el particular vendaje que le cubría ahora media cara. Ted siguió observando el cuerpo un buen rato. Mientras se acariciaba el pene muy despacio, se acercó al cuerpo, le subió la falda y le separó las piernas dejando al descubierto las braguitas blancas de la niña. Estaban manchadas de orina y los muslos también. Le daba igual y siguió masturbándose. Cuando estaba a punto de eyacular se acercó a la niña y con la mano izquierda le sujetó la cabeza para correrse en su cara, intentó que toda su semilla cayese en la cara y no en el vendaje.
—Perdona… que haya empezado… sin ti… —Ted paró unos minutos a retomar el aliento— pero si me hago una paja antes, luego duro más. Ahora te toca disfrutar a ti.

Ted se arrodilló delante del cuerpo y le quitó las braguitas muy despacio, disfrutando de las vistas y los olores. Primero le acarició los muslos por dentro y fue bajando la cabeza poco a poco y soplando suavemente por la piel de la niña, muy despacio y acercándose hasta la feminidad. Cuando estuvo a menos de dos centímetros sopló dentro de la niña y le acarició con su dedo índice haciendo dibujos abstractos en la entrepierna. Subiendo y bajando por los labios verticales, acercó la cara un poco más y sacó muy despacio la lengua y la extendió hasta que tocó la carne de la cría. Mientras hacia los trabajos manuales comenzó a dar lametazos muy suaves al principio, saboreando cada milímetro de la piel, y más fuertes y agresivos al final. Comenzó a mover la lengua en todas direcciones mientras introducía su dedo en la niña. Ted ya volvía a estar excitado y empalmado mientras seguía moviendo el dedo en el interior, tumbó el cuerpo de la niña, abrió un poco más las piernas y acercó su miembro a la niña.
—No te preocupes, solo duele al principio.
Colocó la cabeza del pene en dirección a la vagina de la niña y al principio disfrutó solo del roce, sin introducirlo, haciendo que el glande recogiera información mientras el pene palpitaba. Cuando estuvo listo para introducirlo lo hizo casi sin miramientos, le costó que entrase entero en la pequeña cavidad de la niña pero lo consiguió. Cuando lo sacó para volver a embestir notó que la sangre salía del cuerpo de la niña y manchaba su pene y sus testículos, pero no le importó. Volvió a embestir, esta vez más fuerte y el cuerpo de ella se movió hacia delante.
—¿Don… de… vas… cariño... no… te… gus… ta…?
Ted abrazó el cuerpo de la niña mientras seguía empujando y miraba su ojo cerrado sin darle ningún beso. Estaba maravillado con lo que veía, un cuerpo inerte de piel pálida y un pelo precioso. El movimiento pélvico se aceleró y los gemidos masculinos rebotaban en cada árbol, haciendo que la voz subiera hasta la negrura del cielo e inundara todo el bosque con un gran final. Ted estaba tumbado encima de la niña y la imagen era algo bizarro y grotesco, un hombre adulto sobre una colegiala vestida con su uniforme escolar que yacía encima de un charco de sangre mezclada con esperma. Y todo ello sobre una capa de nieve sucia bajo un árbol del que caían pequeños copos de nieve haciendo que la foto fuera, en cierto modo, preciosa.

Ted tenía una gran sonrisa en su cara. Miró a la niña y le dio un beso. Se levantó y miró hacia abajo, hacia la sangre; no dijo nada. Arrastro a la niña debajo de otro árbol y con lo que quedaba de la venda se limpió la sangre de su entrepierna y también a ella.

Paseó un poco por el claro y se fijó en la mochila de la niña, no se había dado cuenta que la había traído. Era muy simple, de color rosa, con dos bolsillos, uno grande para guardar los libros y los cuadernos y otro pequeño para el estuche. Se sentó junto a ella y abrió el bolsillo grande. La verdad es que había demasiados libros y cuadernos y el conjunto parecía muy pesado. Cogió un libro y lo ojeó sin prestar mucha atención. Volvió a mirar el cuerpo de la niña que seguía en silencio, estaba tumbada sobre su lado derecho, tranquila y en paz. La redondez del trasero llamó la atención de Ted, se acercó casi reptando hasta el cuerpo y levantó la falda por completo mientras ponía a la niña con el culo hacia arriba. Lo acarició, se frotó la cara con él, lo besó y saboreó. Le dio un mordisco a la nalga derecha, un buen mordisco que la hizo sangrar y despertó a la niña que empezó a gritar. Ted se asustó al oír los alaridos y la soltó de golpe. La pequeña intentó ponerse de pie, pero el dolor de su entrepierna era muy fuerte y cayó de bruces a la nieve entre llantos y gritos. Ted se acercó a ella y le dio una patada en la barriga.
—¡Me has asustado, puta de mierda! ¡Con lo bien que lo estábamos pasando y lo has tenido que joder todo!
Ted golpeó el cuerpo de la niña en el suelo y luego la abrazó por la cintura y la levantó, apoyó su cara de la niña contra un árbol y le arrancó la falda con la mano derecha. Los gritos de la niña se oían en todo el bosque y Ted le golpeó la cabeza contra el árbol.
—¡CALLATE JODER!
Volvió a golpearla contra el árbol pero la niña seguía gritando y llorando. Ted estaba excitado otra vez del roce con el cuerpo de la niña. Mientras la sujetaba con el peso del suyo y con la mano izquierda en la cabeza de la niña, con la derecha le abrió un poco las piernas y buscó el ano. Cuando lo encontró metió el dedo corazón, casi entero y sin piedad. El alarido de la cría fue brutal y desgarrador, Ted apretó más la mano contra el ano y cuando sacó el dedo ya tenía el pene en posición para que ocupara su lugar. No pudo meterla, ya que la niña se movía mucho y el agujero era pequeño. Volvió a introducir el dedo para controlar la cintura de la niña y esta vez no sacó el dedo para empezar a introducir el glande. Lo quitó y el pene casi entró de golpe, haciendo que la niña se pusiera recta y gritase. Ted disfrutó, al ser un sitio tan apretado le daba un gran placer, intentó mover su pelvis pero con los movimientos de la niña casi no le hacía falta.
—¡Eso es, muévete así, puta de mierda! ¡Esto seguro que lo has aprendido de la zorra de tu madre! ¡No pares, no pares, no pares!
Ted se dejó llevar por el placer y, en un descuido la chica se movió del árbol, rozándose el cuerpo, Ted la cogió del pelo con la mano derecha y con la izquierda del abrigo.
—¡¿Dónde crees que vas puta asquerosa?! ¡Sigue moviéndote así!
Ted empezó a mover su pelvis y eso hizo más daño a la niña, que subió el tono de sus gritos. La sangre llevaba un buen rato cayendo al suelo y resbalando por las piernas de la niña y dejando un espantoso charco color rosa en la nieve. Ella hizo más fuerza para escaparse hacia delante, haciendo que se rompiesen los botones del abrigo y que se quedaran pelos en la mano de Ted. Casi consiguió escapar de no ser por las mangas del abrigo.
—¡No vas a ningún sitio hasta que yo acabe, cerda hija de puta!

Antes de acabar la frase Ted comenzó a golpear la parte trasera de la cabeza de la niña con la mano derecha mientras la sujetaba por la cintura con el brazo izquierdo. Le daba puñetazos y manotazos de manera indiscriminada mientras la insultaba. Ted estaba cerca del orgasmo y eso hizo que perdiera fuerza. Cuando se corrió aflojó por completo la fuerza y la niña consiguió salir disparada hacia delante, cayendo de cara. Ted cayó de culo hacia atrás mientras el esperma salía disparado manchando la nieve. Se quedó satisfecho y sin fuerzas para levantarse mientras veía como la niña se arrastraba hacia delante e intentaba ponerse en pie. Lo consiguió y comenzó a caminar todo lo rápido que el dolor le dejaba. Gritaba, lloraba y sobretodo sangraba. Ted le gritaba para que se parase, amenazándola e insultándola, buscó una piedra y se la lanzó a la espalda. Le dio de pleno, haciendo que la niña cayera a peso muerto contra la nieve entre llantos y gritos. No podía moverse, casi no podía ni respirar, tan solo temblaba tumbada en la nieve viendo la espeluznante sombra adulta se acercaba. Ted no dijo nada, le dio un pisotón en la cabeza y le hundió la cara en la nieve. Sin retirar el pie, se agachó a quitarle un calcetín aprovechando que la pobre no oponía ninguna resistencia. Estiró el calcetín con las dos manos, aflojó un poco la fuerza del pie y, cuando la niña levantó la cabeza, le pasó el calcetín por la cara de la niña hasta el cuello. Lo hizo de manera cruzada para que le fuera más fácil hacer presión, tiró hacia arriba del calcetín para levantar el pequeño cuerpo y lo arrastró hasta su ropa. Los gritos empezaron a ahogarse y a disminuir. La niña buscaba oxigeno intentando quitarse el calcetín, sus pies no tocaban el suelo y cuando lo hacían eran arrastrados hacía atrás. Ted apretaba el calcetín con todas las fuerzas que tenía y cuando llegó hasta su ropa levantó a la niña en alto y la tiró contra el suelo. La pequeña no podía ni moverse, tan solo buscaba respirar de la forma más rápida que podía mientras se arrastraba y se movía en el sitio.

Ted buscaba algo en los bolsillos de su abrigo. Cuando lo encontró se lo mostro a la niña: la navaja de afeitar, brillante y afilada. La cría tan solo lloraba sin podía gritar, ya que la estrangulación de Ted le había dañado la garganta. Ted retiró el calcetín con la mano izquierda y con la derecha le cortó la garganta sin decir ninguna palabra. La niña comenzó a retorcerse en el suelo y a dar vueltas sobre si misma, manchando de sangre toda la nieve de su alrededor, se tapaba el cuello con las dos manos, pero la sangre seguía saliendo de manera generosa, resbalando entre sus deditos. Ted miraba desde la altura cómo la vida de la niña se apagaba y observó hasta que no hubo más movimiento. Se quedó mirando el cuerpo varios minutos excitado, con la navaja en la mano y el pene erecto. Mirando el cuerpecito de la niña semidesnudo, lleno de magulladuras y heridas, le vino un pensamiento a la mente y lo dejó salir en voz alta.
—¿Cómo te llamas?
Se acercó a la mochila y cogió un cuaderno para mirar las primeras páginas, por si tenía escrito el nombre.
—Kimberly Leach, Kimberly, Kim, ¿Kim? ¡Kim! ¡KIM! Te llamas Kim, ja, ja, ja, ja,... ja, ja,… Te llamas Kim, no puede ser, ja, ja, ja…

En el bosque solo se oían risas y, cuando se acabaron las risas, se oyeron gemidos de placer y, cuando acabaron los gemidos de placer se oyó un ruido de motor.


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